La vida diaria, exactamente igual que la historia colectiva de la humanidad, es una continua lucha por la supervivencia social. Nuestros derechos y libertades requieren de la vigencia de nuestra atención constante, pues siempre habrá quienes se sienten tentados a extralimitarse en sus capacidades y funciones, quienes por ambición recurren a la canalleria como arma de disuasión.
Premia en nuestra sociedad una decadencia que no es tal, sobre la que muchos autores han plasmado obras de gran calado. Para este que os habla, todos los problemas residen en una crisis de identidad colectiva, en una falta de valores cívicos frutos del materialismo que se ha apoderado de nuestras interacciones sociales. Una gran deriva que se refugia en acusaciones insanas y que da como fruto una falta de ética que impone al relativismo moral como summum sagrado.
Nuestra sociedad, el estilo de vida que asumimos como nuestro, es tan solo una replica de aquello que consumimos, un ejercicio que no necesariamente nos convierte en consumidores sino en simples piezas de un circulo vicioso que se realimenta y ejerce la presión suficiente para acelerar el proceso en cada interacción. Una espiral de la que es difícil escapar, una vorágine que destruye ideologías y pensamientos, que hace a la persona sucumbir en el día a día de un atropello que asimila como necesario y normal.
El patrón es obvio y se extiende, una adaptación a los tiempos donde lo global se prioriza y transmite fomentando la erradicación de lo singular y diferente, donde reluce la cultura única con unos patrones de consumo estandarizados y de carácter global. No hay espacio para la diferenciación cultural o para la construcción de una personalidad propia diferenciada de la masa.
La nueva cultura “low cost” sustituye y elimina la biodiversidad y riqueza de los pueblos, su cultura, su historia y tradiciones. En cambio impone un modelo de desarrollo destructivo, ajeno a la sabiduría de los antiguos, más acorde con el entorno, y nos sitúa en la sociedad de “usar y tirar”, donde los paradigmas económicos cada vez reflejan una realidad más inmoral y, en cambio, mejor aceptada.
La cultura global que se nos impone es una atadura social infrenable, un sometimiento a unas estructuras de supremacía internacional, no necesariamente malas sino mal gobernadas, dejadas en manos de un capital anárquico y desregularizado, que atenta en ocasiones contra la dignidad y los derechos de las personas.
Pervertir y malear, arrancar a las cosas su bondad e inocencia parece ser el sino de nuestro tiempo. No hay reducto que escape al abrazo trapero de la perversión. Nada se oculta a la vista en los medios audiovisuales. Lo íntimo de cada cual ya no se guarda en las celosías del fuero interno, sino que se arroja a la jauría de la venalidad, la procacidad y la rapiña colectivas. En cueros queda el alma, sin ropajes que la cubran, es ya mercancía barata que salta de boca en boca. Es la hora del cinismo: la vileza sin mordaza. Atrás quedaron la decencia y la dignidad del silencio. En su puesto, la habladuría y la difamación, los consejeros de la envidia. Sin embargo, en un mundo decente, lo íntimo, como todo lo realmente valioso, ni se vende ni tiene precio, pues es inestimable.
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