En los últimos tiempos asistimos a una de las grandes paradojas del ser humano, consecuencia precisamente de uno de los mayores logros de éste, me refiero al igualitarismo… el propósito de aquella revolución, truncada por la misma naturaleza humana, fue algo noble y necesario: unir más a las personas, desacreditar las jerarquías, igualar a las gentes en el trato sin importar procedencia, clase social, profesión, etc. Algo muy loable sin duda. Pero había un riesgo implícito y la cosa se ha ido torciendo. Esas ideas, las de los años sesenta y setenta, tenían inoculado un virus letal. Pues si todos somos iguales, si todas las opiniones valen lo mismo, si ya no hay autoridades que acatar ni preceptos que observar, ¿por qué razón he de prestar yo oídos al otro, a mi interlocutor? ¿Acaso lo que él me diga valdrá más o tendrá más fundamento que lo que yo diga? ¿Realmente, es mi obligación ética escuchar al otro? Si está prohibido prohibir, si todo signo de autoridad está en entredicho, ¿cómo conceder más valor a lo que dice mi interlocutor que a lo que diga yo, mi vecino o un niño de ocho años? Nada puede extrañarnos, entre muchas otras torsiones del sentido común, el intrusismo profesional de hoy o que, en las conversaciones cotidianas, todo el mundo sepa de todo, sin reparar en mientes sobre lo que se dice de política, arte, ética, física o psicología. Al parecer, casi cualquiera de los políticos, periodistas saben tanto de economía, leyes o cualquier otro tema, que uno que lo es de veras… Sí, el arte es una metáfora de lo que está pasando, al igual que todo vale en arte, todo vale en el mundo de las ideas. Tanto da una opinión hecha a vuelapluma que una teoría filosófica o científica. Nada tiene más autoridad que nada.
También nuestro recóndito colectivo se debate a menudo en constantes y épicas disquisiciones donde cualquiera tiene autoridad moral suficiente para opinar de todo en foros y blogs, a menudo bajo dicho diálogo se esconde la innoble intención de someter al otro a nuestros criterios o deseos, sin recurrir en demasía en argumentos o razones de peso necesarios para una dialéctica basada en el respeto y la diversidad de opinión. A menudo la recusación de la autoridad, entendida como “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”, ha caído en el mismo saco que la autoridad despótica o dictatorial. Por miedo a ésta hemos censurado también aquélla. Algo así como matar moscas a cañonazos. El igualitarismo barre todo atisbo de humildad y nos lleva al conflicto de todos contra todos. ¿Quién se apeará del burro si nadie está por encima de nadie? Al principio de toda relación son ostensibles el acercamiento, la confianza y el “buen rollo”. Todos se abrazan fraternalmente y comen a la misma mesa. Todos a pie de igualdad y a las pocas horas ya han medrado las ojerizas y no se pueden ni ver. Se pasa del abrazo fraternal al fraticida en menos que canta un gallo.
Qué cosa tan curiosa que partiendo de tan buenos propósitos (igualdad, eliminación de las jerarquías, fraternidad… hayamos llegado a esta situación. Qué curioso que del igualitarismo original hayamos llegado a este individualismo que nos señorea y hace inaccesibles, y que, nacido del mismo espíritu democrático, casi nos impide dialogar; es decir: hablar y escuchar para entendernos mejor, no simplemente para marcar nuestro territorio, que es lo que solemos hacer. Efectivamente, hemos conseguido aniquilar los signos ostentosos de autoridad, hemos conseguido repudiar la imagen omnipotente de los grandes tiranos políticos, militares o religiosos, pero, a cambio, nos ha quedado un rosario interminable de conflictos cotidianos de todos contra todos. Ya no hay un gran tirano, un gran gallo de corral sino que todos nos tiranizamos unos a otros, gallitos todos, fieles baluartes de la máxima de que nada es mejor que nada, ninguna idea mejor que otra, ninguna teoría más digna de atención que otra. Nadie se digna ceder ante el otro. Quizá por ello asistimos a la gresca continua entre matrimonios, entre vecinos, entre padres e hijos, entre generaciones, entre profesionales y aficionados, entre alumnos y maestros, etc. Es una guerra de todos contra todos. Es la guerra de la vanidad desaforada.
Saludos y feliz año