Ciertamente, los sentimientos tienen más fuerza de la que podemos imaginar y determinan la mayor parte de nuestra conducta. Elegimos a la pareja de la que nos enamoramos, aunque no nos convenga. Nos empecinamos en nuestras opiniones y apuestas incluso cuando sabemos que no se justifican. Criticamos el juego, el proyecto o la idea del rival, aunque sean estupendos. Votamos a quien nos cae bien, aunque no sea el mejor candidato...
Podemos llegar a sufrir, a odiar o a amar con una intensidad inimaginable. Las emociones influyen en nuestras reacciones espontáneas, en nuestro modo de pensar, en nuestros recuerdos, en las decisiones que tomamos, en cómo planificamos el futuro, en nuestra comunicación con los demás y en nuestro modo de comportarnos. Son críticas para establecer el sistema de valores, las convicciones y los prejuicios que guían nuestra conducta y determinan también nuestro comportamiento ético. Resulta, en fin, imposible separar el bienestar del estado emocional de las personas.
Pero entonces, ¿para qué sirve la razón? Con frecuencia la enfrentamos con los sentimientos y aunque a veces admitimos que no hay nada tan poderoso como estos últimos, solemos enfatizar el valor de la primera. Conferimos superioridad a la razón porque creemos que imponerla sobre los sentimientos es un síntoma de sentido común, de madurez y de equilibrio personal. La utilizamos para combatir los sentimientos cuando son indeseables pero no siempre nos percatamos de que esa misma indeseabilidad tiene también mucho de sentimiento, aunque la justifiquemos con argumentos racionales. Es decir, muchas veces mentimos y nos engañamos a nosotros mismos al justificar racionalmente lo que en realidad estamos haciendo por razones emocionales.
¿Significa todo ello que la razón, aunque lo pretenda, no sirve para combatir las emociones indeseables? Ciertamente eso es lo que ocurre con harta frecuencia en la vida, pero no siempre. Un buen planteamiento racional puede acabar con un determinado sentimiento aunque es improbable que lo logre si no consigue crear otro sentimiento incompatible con el que se quiere eliminar. Esa es la clave, quitamos una emoción poniendo otra más fuerte en su lugar y es por eso que solemos hablar más de “cambiar” nuestros sentimientos que de anularlos o abolirlos, como si fuera imposible, que lo es, “vaciar” nuestra mente de emociones. No imponemos pues la razón a los sentimientos sino que utilizamos aquella para cambiar nuestras emociones y la conducta que de ellas se deriva.
De esta forma solo la honestidad hacia nosotros mismos mantendrá ese deseado equilibrio psicológico que tanto necesitamos en nuestro deporte y buscaremos ansiadamente experiencias y emociones cada vez mas intensas precisamente como mecanismo de compensación a otras derivadas de nuestro entorno social y laboral en ocasiones indeseables , pero que de otra manera a buen seguro pondria en peligro nuestro ansiado equilibrio emocional.
Por el contrario, cuando domina la razón, los sentimientos pueden hacer lo propio, castigándonos del mismo o peor modo. Es el caso de quien elige una carrera profesional o la pareja sexual que lógica o supuestamente le conviene en lugar de la que verdaderamente le motiva. Ocurre que en tales circunstancias no nos sentimos bien hasta que, dándole vueltas al asunto que nos ocupa, logramos convencernos a nosotros mismos de que nuestro sentimiento es aceptable porque tiene una base racional.
En ambos casos, el resultado viene a ser que el estado emocional negativo, a veces insoportable, producto del desequilibrio, pierde fuerza. Pero para que el equilibrio logrado se traduzca en bienestar es necesario además que los sentimientos finalmente alcanzados sean positivos, pues los negativos, como la frustración, la envidia o el odio, aunque sean justificados, pueden ser inevitables, pero rara vez reconfortantes para quien los experimenta.
La razón, como decimos, sirve sobre todo para generar nuevas emociones que puedan suplantar los sentimientos que ya tenemos o también, ciertamente, para potenciarlos al evocar viejas memorias relacionadas o suscitar argumentos añadidos en una espiral creciente de autoafirmación emocional. Emoción y razón son procesos mucho más inseparables de lo que solemos creer. No podemos convertirnos en seres que anulan o aparcan sus sentimientos. Sólo la inmadurez cerebral o la enfermedad pueden originar seres o comportamientos puramente emotivos o puramente racionales y sólo el equilibrio emoción-razón garantiza el bienestar de las personas.
Los individuos que nacen con una alta reactividad emocional tienen capacidad para vivir la vida intensamente y experimentar con frecuencia y fuerza todo tipo de emociones, tanto positivas como negativas. Pueden gozar más -aunque también sufrir más- que aquellas otras personas que heredan menos recursos emocionales. Pero la genética no es necesariamente un destino determinado para nadie porque el cerebro y la mente son plásticos, flexibles y cambiantes. La conducta resulta siempre de una interacción entre lo que heredan las personas y el ambiente en el que viven y conviven. Ello significa que podemos aprender a controlar y utilizar los sentimientos para conseguir bienestar y logros de todo tipo. Ese aprendizaje puede y debe comenzar en la infancia y ser producto de una adecuada educación emocional.
Los impulsos emocionales de cada individuo pueden ser difícilmente evitables, pero está demostrado que pueden modificarse y reconducirse, aprovechando su fuerza en el sentido conveniente para generar bienestar individual y social. Aunque las personas normales no pueden vaciar su mente de sentimientos, pueden esforzarse para que esos sentimientos sean mayoritariamente positivos y útiles. Lo mejor del comportamiento humano no se halla necesariamente bajo control del genoma. Podemos aprender a establecer alianzas entre nuestros sentimientos y nuestra razón. En la práctica ese aprendizaje puede resultar lento y costoso, pero vale la pena intentarlo, porque vivimos en un mundo hostil, donde nada hay como las emociones positivas para disminuir el conflicto y aumentar la cooperación entre las personas. . Aprendamos pues a utilizar la razón para cambiar los sentimientos negativos, para convertir el odio en compasión, la frustración y la aflicción en empeño por superarnos, la envidia en respeto y admiración, y la soberbia en humildad.
“Saber vivir es convertir en placeres lo que debían ser pesares”
Baltasar Gracián
*fuentes consultadas:
EMOCIONES E INTELIGENCIA SOCIAL de Morgado Bernal , Ignacio
PORQUE SOMOS COMO SOMOS de Punset , Eduard